05 mar 12

Ella se quedó un rato más en el apartamento por horas mientras hacía tiempo para entrar en su empresa. Tuve una extraña sensación al abandonar a una mujer casada en una habitación que no era la suya, ni la mía, después de diez horas de cama. Diez horas. Toda la noche sin dormir. Con los labios adormecidos y el cuello señalado cerré la puerta del meublé, como un ladrón.

Ya en la calle, tras haberme alejado un buen trozo, podía sentir su tacto con mayor viveza que mis propios pasos, y su olor seguía en mí como el aire de los pulmones. Sorprende la insistencia que el sentido del olfato pone a la hora de traerte el olor de la buena amante. No es un olor cualquiera. Es sabido que los olores se pierden entre los cornetes y la tráquea; ahora bien, si el olor de ella permanece caprichosamente en el área visual del cerebro por todo un día, también ella permanecerá.

Me dirigía a casa para cambiarme de ropa y salir disparado hacia la oficina. Amanecía bajando la West End Avenue de Manhattan, los primeros claros del día aparecían por las calles transversales, de este a oeste del rectángulo de la ciudad, iluminando los edificios de la acera de la derecha, por la que yo caminaba. La avenida parecía el cuadro que un pintor dejara a medio hacer, con la parte izquierda medio apagada y la derecha de un tono amarillento que pedía más brillo.

Ella seguiría en el apartamento, sola. Aún podía ver su rostro en el dormitorio a oscuras. Durante toda la noche tuvimos como única luz la del cuarto de baño, expresamente encendida, la puerta entreabierta de la habitación dejaba pasar una claridad muy tenue que apenas sirvió para vernos las caras. Si ella se recostaba sobre  la cama de espaldas al pasillo desde el que se propagaba la luz, su rostro no se veía; si por el contrario, era yo el que se situaba de espaldas, entonces era mi cara la que oscurecía. Nos divertía ese juego tonto y, tomándola, la situaba frente a la claridad, ella sabía que yo la miraba, aunque no podía verme, y reía nerviosamente del placer de sentirse observada por una sombra que la mimaba. Deseosa, cambiaba de posición, entonces era mi rostro el que se mostraba a la luz, y ella ugaba maliciosamente a sacar defectos a mi perfil.

Sentíamos, sobre todo, curiosidad. Apenas nos conocíamos. Era la primera vez.

Las siete de la mañana. Llegué a casa a toda prisa, me fui desvistiendo mientras preparaba el café. “En cuanto tome una ducha, desaparecerá, seguro”, me dije. Pero el agua caliente me traicionó sensibilizando aún más mi piel y trayéndome ahora sus caricias. Sus dedos se deslizaban entre el pelo de mi nuca y sus brazos en mis hombros eran más reales que el agua que me quemaba la espalda. Resultó ser cierto lo de la memoria de la carne: no supe quién me aclaró el jabón, si sus manos o las mías. “Como si estuviéramos locos”, pensé. 

Caminaba hacia Murray Hill completamente dolorido, las agujetas en las piernas me obligaban a pisar con atención, como sin saber por donde iba; el esqueleto era lo que tiraba de mí. Giraba la cabeza todo el tiempo a izquierda y derecha en un intento de evitar la quemazón de la camisa sobre el cuello. El roce de la ropa interior era una cuchilla afilada que cortaba mis partes íntimas, y nunca imaginé que un simple algodón de pantalones pudiera producir aquel escalofrío en mis muslos. Y nada me dolió durante la noche. ¡Qué sabio es el amor!: mientras los cuerpos se desgastan, adormece el cansancio de los amantes con su morfina, y al separarse éstos, les devuelve a su pena original. Por otra parte, e incomprensiblemente, no me quejaba de mi estado, al contrario, daba la bienvenida a la fatiga corporal por pasión: debilidad que sosiega el alma.

El cansancio me trajo consigo el recuerdo de su marido, sumando una nueva molestia a mi organismo, esta vez en el estómago. En la noche, la figura de “él” había pasado por encima de nosotros, suspendida y amenazante; un chubasco que se hizo notar en algún escaso silencio, pero con poca convicción para medirse contra nuestro fuego pues éste alejaba a la nube con un simple jadeo. Pero la mañana nos nombra herederos de la noche, y la imagen de un marido angustiado en alguna cama solitaria me hizo heredero de la infidelidad de ella. El engaño por sexo tiene mala resaca y el estremecimiento no tarda en hacerse notar. Por si fuera poco, la obligación de tener que organizarme con los horarios y las mentiras de ella (si quería encontrarme con una mujer casada con un compañero de mi empresa) es lo que acabó por convertirme en un bandido. Una vez apagado el fuego la ceniza humea la culpa en todas direcciones, es la parte menos romántica de todo, aunque nadie dijo que la fiebre fuera romántica.

Giré por Lexington hasta la 3rd, la proximidad de la empresa y de la posible presencia de “él”, su marido, compañero de trabajo, me hizo recordar la pregunta que ella me dejó ir en mitad de la noche: -¿Cómo se porta mi marido en la empresa? –No fue exactamente una pregunta, sino, más bien una afirmación acabada en interrogante y formulada con la intención de hacerme cómplice de su propia respuesta.

Subí en el ascensor a solas –gracias a dios­­­­-, y así pude mirarme en el espejo con todo detalle. Se podría decir de múltiples formas, aunque la más exacta sería: daba pena. Pena. Era un verdadero crápula. La ducha caliente me emblanqueció el rostro transformándolo en una calavera llena de señales y magulladuras. Los ojos irritados y enrojecidos se hicieron más pequeños y nerviosos. Un sarpullido de minúsculos granos poblaba toda la cara. Los labios cortados y sonrosados eran los de una persona enferma. La imagen que devolvía el espejo dibujaba un plano real del aspecto que hay que tener justo antes de morir. Me daba miedo a mí mismo, y daría miedo a los demás.

Entré como una bala por los pasillos hasta mi despacho, situándome en oblicuo al despacho contiguo, el despacho de “él”, su marido, de forma que no pudiera verme el rostro directamente desde su silla. Era inútil aplazar lo inevitable, tarde o temprano los compañeros de la oficina tendrían que verme, yo lo sabía, como sabía que mi estampa causaría un revuelo en la empresa que daría que hablar para los próximos seis meses. Un aspecto fachoso, desaliñado, un corte de pelo inconveniente, una  corbata demasiado chillona o un perfume chocante son mal venidos en una Asesoría de Empresas que recibe a diario un sinfín de visitas. Me arrepentí, entonces, de no haberme quedado en casa.

Desde el despacho contiguo la voz de “él” me llegó con toda claridad:
-Ah! ¡Dios mío! ¿Qué te he pasado? –preguntó asustado, como si se hubiera encontrado al Conde Drácula.


Me acerqué hasta ponerme en frente suyo. Quise que “él” olfateara el olor de ella en mi cuerpo. Al fin y al cabo, si yo podía percibirlo inconfundiblemente ¿no reconocería el olor su marido, que se encontraba a mi lado? Y esto es lo que deseé haber gritado pero sólo me atreví a pensar: “Sí, mírame, mírame bien, porque estas son también las señales en la cara de ella. ¡Mira, mira! no vayas a perderte algún moretón, algún arañazo. Prueba a dibujar mis heridas y comprobarás que funcionan como un molde: las escisiones en mi cara son salientes en la suya. Fíjate bien, fíjate mucho, porque cada rozadura, cada bocado en ella, tiene igual marca en mi espejo”.


Deedo Parish