15 ago 11

Nadie adivinaría mirándola a la cara lo sumamente hija de la gran puta que es.

Trabaja de camarera porque es guapa y porque no sabe hacer nada más. Y como no sabe hacer nada más y es guapa, es camarera. Bien podría haber sido farmacéutica, botánica o enfermera, pero en esos puestos no la dejarían ejercer de mala puta a sus anchas como lo hace de camarera.

Se parece a Cindy Crawford, siempre se lo decía. Ella no tenía ni idea de quién era Cindy Crawford hasta que un día, imagino que cansada de oírmelo decir, la buscó en internet. “Hoy he visto a esa a la que tú dices que me parezco. Es de un pueblo cercano a Naperville, de donde yo soy”, dijo. Es guapa, dijo. Le sacó un pequeño defecto: “parece un poco dura”. No entendí qué quiso decir con eso de ser guapa pero dura. Me pareció una de esas expresiones que usan las mujeres menos guapas cuando se refieren a la belleza superior de otra mujer. Si Cindy Crawford es guapa pero dura se deberían quitar de en medio las guapas pero blandas, y ya no te digo las medio feas pero resistentes.

Nuestra amiga es una campeona olímpica en la práctica del tiro a la zorra. Las ve por todas partes. No contenta con identificarlas, además, se encarga de hacer público el hallazgo. Esto es. Si entran en el bar por primera vez dos parejas de novios perfectamente identificadas entre sí, o sea, de la mano cada una de ellas y con las inequívocas carantoñas de pareja, adivina al instante que la chica de una pareja está liada con el chico de la pareja contraria. Simplemente con echarles un vistazo. “Mira, mira aquella cómo se le cae la baba con el novio de la otra”, dice a grito pelao.

Si alguna clienta del bar ha tenido la ocurrencia de ser atractivamente llamativa (en Manhattan no hay más que criaturas llamativas, os lo aseguro) la picadura de la culebra se convierte en un martilleo de insultos, invenciones sobre su higiene personal, blasfemias acerca de la madre de la chica y burlas hacia el novio. ¿Pero cómo has podido pasar por debajo de la puerta con esos cuernos?, va y le suelta.

Ignora a un grupo de jóvenes que ocupan unas mesas en el otro lado del bar porque a simple vista no hay ninguna fémina que destaque especialmente. Ahora bien, si de pronto una de ellas inicia el camino a los aseos, una simple cabellera rubia que se balancee con gracia sobre la espalda basta para encender el demonio que lleva dentro. La codicia le impide seguir con la copa del cliente de la barra, se distrae con las cuentas y no atiende a reclamaciones. Se paraliza. La insidia la lleva a buscar entre la clientela alguna cara conocida que le sirva de auditorio y con quien quitarse la urticaria que la rubia melena le acaba de producir. Sin apartar la vista de los aseos, como el gladiador temiendo a la bestia que está por salir, calcula todo el daño que podrá hacer durante la pasarela que la chica realizará de regreso a su mesa. Y, en efecto, descarga sobre cualquiera que la escuche un perverso “Sí, sí, qué lástima que no ha ido tu amiga contigo al WC ¿verdad?”.

A primera hora de la tarde no hay nadie en el bar excepto yo, un cliente solitario de unos cuarenta, dos chicas de treinta y tantos cerca de éste, y Cindy. Una de las chicas se interesa notoriamente por el solitario. Él es un maduro atractivo. Se aproxima con simpatía a las dos mujeres, bromea con ellas, se le nota experiencia en las relaciones y las hace reír. La camarera no está por la labor de facilitar la conquista y se sitúa frente al trío poniéndose justo en frente de ellos a fregar vasos. A cada palabra que la más interesada le lanzaba al solitario, Cindy iba asintiendo con la cabeza. Hasta que los tres deciden sentarse en una mesa.

Sería impensable que un hombre sobreviviera más tres días organizando estos zarzales.          


Hoy estoy en la barra tomando una cerveza y charlando con el camarero, Juan, un argentino. En la mesa redonda comen los dueños del bar, un matrimonio y su socio. Hablan de lo ocurrido en el día de ayer. Echaron a mi Cindy. Un apretón con el marido de una amiga de la jefa tuvo la culpa. Apretones nunca le faltaron a Cindy, no sólo era hija de puta, también era guapa con ganas. Y caliente.

No volveré nunca más a contemplar cómo se ventilaba los pechos separándose la camiseta para airear sus pezones perfectos. No me lo puedo creer.

La jefa se encuentra precisamente en la mesa redonda de al lado. Se la ve eufórica y explicativa ante los motivos justificados que la llevaron a poner de patitas en la calle a la innombrable. Se siente satisfecha por haber hecho lo correcto. Ellas ya pueden respirar tranquilas, se quitaron de encima la amenaza.


Juan y yo nos miramos sin decirnos nada. No hay nada que decir, es el cuento de cada día. El cuento de toda la vida. La jefa se levanta de la mesa. Yo desvío la mirada y la pongo en mi vaso de cerveza, pero veo de reojo su silueta caminar hacia los servicios. La jefa pone los ojos en Juan, pisa con fuerza en el suelo para hacerse ver y se lleva el dedo índice a una fosa nasal, luego a la otra. Juan la mira cansinamente.

A mi Cindy Crawford el detalle no le habría pasado por alto.


Deedo Parish