09 ene 12

En tiempos de María Antonieta a los hombres bellos de clase baja los quitaban rápidamente de en medio consignándolos a los peores destinos del ejército, donde la muerte o las heridas graves acababan con su natural atractivo.  Los guapos se escondían de las batidas que los celosos cortesanos realizaban por el entorno rural “a la caza” de carne bella. Una salida para librarse de la guerra era la homosexualidad, que en la corte francesa del siglo XVIII era prácticamente una profesión a vida o muerte; otra era el enamoramiento que una noble señora demostrara por un zagal potente, ofreciéndole protección por ser puto de la distinguida, aunque más tarde estaría igualmente obligado a mariconear un pelín por los pasillos de palacio. 

En la misma época, las mujeres atractivas de la plebe que eran invitadas por algún banquero o militar a los bailes que ofrecía la corte, se cuidaban mucho de demostrar su elegancia ante las cortesanas. Estaban muertas. Cualquiera de las nobles enrabietadas por la belleza de una dama de clase inferior aprovechaba su influencia y mala fe para arruinar la vida de la pobre chica, convirtiéndola en prostituta. En ocasiones, la vida de la plebeya mejoraba y, si demostraba astucia suficiente, podía ascender en la escala social de la mano de un ilustre carcamal, pero en cuanto éste moría, si no se había procurado una situación solvente, se le echaban encima.



Belleza y envidia han ido siempre de la mano desde el principio de los tiempos a lo largo de los siglos, y tenemos que enterarnos de las providencias básicas de la existencia a través de la novela y la vida propia. Los libros de historia  no son más que un chorro de nombres y fechas que a un joven mundano sirven de bien poco.


Deedo Parish