12 sep 11


Starbucks de la 3th avenida. Qué vitalidad tiene la Brownie de chocolate a las once de la mañana. Se apoya en los tacones de los zapatos, levanta las punteras y da media vuelta sobre sí misma con el tacón como único punto de apoyo. Lo hace con una gracia admirable. Luego inicia un juego propio de su nerviosismo vital: se pone de puntillas con ambos pies y seguidamente de tacones, otra vez de puntillas y nuevamente de tacones. Los días que lleva falda remarca sus estupendos músculos con esos movimientos, según el esfuerzo resalta unos u otros; de puntillas se le notan los gemelos, de tacones los extensores, y a medio camino, las piernas enteras. Y todo esto antes de desayunar. ¡Me tiene muerto!

Llevo un rato sentado mirándola como un bobo y no puedo evitar la impresión de haberme olvidado algo en algún sitio. Me toco los bolsillos. Todo en orden… el móvil, las llaves, la cartera. Bien. Los dos empleados del mostrador no paran de mirarme y entonces la sensación de despiste aumenta. Me repaso la camisa, los pantalones, zapatos. Voy normal. Miro sobre la mesa ¡El desayuno!. Llevo diez minutos sentado en la cafetería y aún no he pedido nada. El sobreesfuerzo que me supone tener que contener la baba para que no se me escurra por los labios, sumado a la concentración que necesito en disimular a cada momento para que no me coja espiándola in fraganti, me hace olvidar el desayuno. A esto se le llama controlar las emociones. Sí, señor.


Qué pereza me da organizar toda una estrategia de acercamiento a mi Brownie. ¿No podría ser como en las películas por una sola vez en mi vida? Ella ahora debería de tropezar en la acera y quedarse en el suelo desmayada. Yo saldría a socorrerla, la tomaría por la cintura, le secaría el sudor de su frente con mi pañuelo bordado con mis iniciales y ella despertaría viendo mis ojos como única cosa en el mundo. Me preguntaría que dónde está, le respondería que en brazos de su ángel de la guarda. Entonces yo desaparecería misteriosamente. Al día siguiente ella encontraría mi pañuelo con las iniciales y empezaría una alocada búsqueda que la llevaría al Starbucks, donde todos le dirían “Sí, conocemos al valiente caballero que la salvó a usted de las fieras que habitan en la acera”. Beso en los labios.

Porque eso es lo que deseo en definitiva. Besarla. Me conformaría sólo con besarla.

Cuando la realidad es que tengo que montar un plan con logística incluida sólo para dirigirme a ella unos pocos minutos, porque no nos engañemos, serán unos pocos minutos y nada más. Con suerte sabré cómo se llama y para de contar. Luego ya no volveré a desayunar en Starbucks, porque el rubor me impedirá compartir local con quien me ha rechazado. He leído todos los guiones del mundo y la mitad de las novelas que se han publicado y no se me ocurre otra forma de acercarme a ella que no sea “ofertar unos servicios de asesoría a su empresa”. No se puede ser más patético. En plena era de la comunicación digital y allí estaré yo, en su empresa, hablando de contabilidad, y a lo mejor no puedo ni hablar con ella porque puede estar en un departamento que no le corresponda atender a gente que venga de fuera.

Tendría que enterarme del puesto que ocupa. ¿Cómo podría hacerlo? A ver. Alguien que la conociera aquí en el Starbucks y luego que se presentase en su empresa a ver si la ve por algún sitio. ¡Uff! cada vez me doy más pena. A medida que voy escribiendo esto me va subiendo la vergüenza al cerebro. ¿Cerebro? Una persona con un centímetro cúbico de cerebro no pensaría en esta repugnancia tétrica.

Pero hay que seguir. El objetivo es el objetivo. No jodamos ahora con mariconadas. Tampoco hay que matar a nadie. Simplemente quiero saber en qué puesto está en su empresa. Nada más. Es fundamental para seguir con el plan. El plan no incluye robar en la Reserva Federal, ni tomar a unos niños prisioneros para que la policía me entregue un helicóptero con el que huir a México. No se trata de eso. Sólo necesito saber si mi Brownie está de cara al público, si es telefonista, si está en contabilidad o en el departamento fiscal. Seguidamente irá la visita de mi compañero Sam para ofrecerse como asesor. ¡Todo es legal, joder! no me puedo cagar ahora. Venga.

―¿Michael? ¿Cómo va? ¿Todavía estás en la empresa de material de oficina? ¿Sí? Bien, me alegro. En la oficina de Manhattan. Ok. Perfecto. Te invito a unas hamburguesas en el sitio aquel que te gusta tanto. El… eso es, el Ruby’s. Hoy no puedes. El martes. Bueno. A las siete y media. Ciao.

                                             

Ellas acaban de desayunar y a Alice, compañera de trabajo de mi Brownie, se le cae una especie de llavero, de esos que tienen una larga cremallera para colgar del cuello (o algo parecido), y cuando ya se marchaban un señor les avisó del despiste. ¡Vaya! Un buen ciudadano en el planeta y me toca a mí en la misma ciudad y en el mismo local.


Deedo Parish