19 sep 11


Billy Wallace trabaja de sub-negro. Cuando el negro le ha escrito la novela al gandul de turno, llaman al sub-negro para que corrija las maneras del negro. En construcción se llama una subcontrata, es decir, el que hace el trabajo del que debería de haber hecho el trabajo. El nombre que sale en la portada del libro y en todos los sitios es el del gandul, que quede claro. El negro no pinta nada. Y el sub-negro ni te cuento. Nadie sabe cómo carajo se llaman.

Le pregunto.
―Billy ¿en la editorial saben que el libro lo has escrito tú?

―Depende. La editorial encarga a un escritor que haga de negro para otro colega de más talla. El negro escribe parte de la historia y se la entrega al escritor, éste la “retoca” con su estilo personal, pero no sabe acabarla. Este problema de no saber redondear una novela se da con mucha frecuencia en escritores de buenos finales ¿sabes?. Su público espera un desenlace espectacular, pero el espectáculo no llega. Es entonces cuando el autor llama a gente como yo, especialistas en finales y resoluciones de tramas. En ese caso, la editorial no sabe nada. Yo trabajo directamente para unos pocos escritores.

―¿Se da con mucha frecuencia? ¿Lo de usar negros para que te hagan la novela?
―Ni te lo imaginarías. Resulta más sencillo corregir que inventar.

―Tiene más mérito si la escribe uno –le digo.
―¿Mérito? Los autores de hoy en día se han convertido en agentes publicitarios y financieros de su “obra”. En privado sólo hablan de dinero y de entrevistas. Si les escuchases te daría repelús. ¿Cómo un tío que te deja en estado de shock al final de una magnífica historia es capaz de vivir sólo pendiente de la tele y de la pasta? El mito se te cae a los pies. 

―¿Has escuchado a algún escritor charlar sobre una idea de su novela que resultó ser tuya?
―Siempre. Y te diré por qué. Lo mío es el detalle único, de entre todo lo que hago es lo que más me gusta, esa pincelada por la que acaban preguntando al autor en todas las entrevistas que le harán porque ha dejado huella en el lector. Escenas de shock.

―Explica, explica.
―La pareja protagonista tiene una escena de sexo. Por ejemplo.
―Sí.
―Y el autor quiere un detalle único en ese escenario. Algo que no se haya escrito nunca, que sea poco usual, a la vez creíble y propio de ese momento y no de otro. Ha de ser consecuente con la pareja protagonista, consecuente con la trama y con la novela en general.
―¿Y?
―Pero no sabe qué escribir. Se ha quedado en blanco. Todo lo que ha leído hasta ese momento se le antoja muy manido. Recurre a guionistas pero descubre que son chicos jóvenes con una limitada experiencia en la vida y por consiguiente una limitada imaginación; las secuencias propuestas por los jóvenes suelen ser muy bestias o muy lights. No cuajan. Narrar sexo y narrar chistes en una novela es lo más difícil que existe. La línea que divide lo pornográfico de lo erótico es muy delgada, así como también lo es la distancia entre lo cómico y lo ridículo. Se trata de escenificar un episodio sexual donde el lector pueda verse a sí mismo sin llegar a la depravación repulsiva pero yendo un poco más allá de la simpleza.

―¿La fantasía por sí sola no es suficiente?
―No. Rotundamente. Y lo entenderás en seguida. Llevamos casi un siglo de persecuciones policiales tras los malos, en literatura y en cine. Bien. En todas las películas que se han rodado, antes y ahora, los actores de renombre han pasado unas semanas con las brigadas especiales de estupefacientes, robos, homicidios y hasta con presidiarios expertos en atracos ¿Por qué? ¡Si hay un millón de pelis sobre esto! ¿Leonardo DiCaprio necesita ser el compañero de paquete de una patrulla de la policía secreta? ¿Para poder interpretar a un infiltrado en el cine? La respuesta es sí. La respuesta es el punto de vista. Hay “algo” que escapa a la narración y a la imagen de otro. Es la individualidad. El enfoque. Cuando Casanova narró aquellos maravillosos párrafos con las sirvientas espatarradas de los internados lo hizo en base a imágenes propias, de ahí el escándalo, porque eran únicas. Los que vinieron después de Casanova transformaron aquellas imágenes sumándoles las propias de cada autor, dando como resultado verdaderas costilladas de carne. Mantenemos en nuestra memoria idénticas imágenes aunque seamos personas diferentes con diferentes cerebros. Si queremos narrar una orgía de forma distinta a como lo hizo Casanova y, por otro lado, jamás hemos tomado parte en ninguna, no nos queda otra, colega, que montar una orgía. De lo contrario siempre contarás la historia de otro y eso no tiene nada de auténtico porque falta el detalle único.

―Entonces ¿no sirve de nada leer y ver pelis? –digo desconfiado.
―No digo eso. Digo que puedes pasarte meses, o incluso años, documentándote con películas, novelas, ensayos, historiadores, documentales y conversaciones con expertos para que te relaten “el frío que hace en Finlandia”, cuando tomando un avión lo puedes experimentar por ti mismo ¿me explico?

―Sigue, Billy, con la escena de sexo.
―Espero no meterme en un lío por desvelar lo que voy a decir. “Una pareja de espías se encuentra en la habitación de un hotel de montaña. Hay pocos clientes. Pasarán la noche juntos y al día siguiente se despedirán. Jamás se encontrarán después porque ella pertenece a la policía secreta de Alemania Democrática de la posguerra, y él, a los servicios secretos británicos. Cada uno vuelve a su país mañana. Tienen ocho horas que pasar juntos y deciden hacer el amor. Es su primera vez y la última”. El autor escribió hasta aquí que la escena alcanza un alto grado de calentura por parte de ambos al tomar conciencia de que no volverán a verse nunca más y este hecho les exime de complejos y vergüenzas. A partir de aquí, sigue mi aportación:

“Entonces ella se levantó de la cama, abrió la puerta de la habitación, se puso a cuatro patas con la mitad de su cuerpo en el pasillo del hotel y la otra mitad dentro de la habitación. Los brazos de ella apoyados en la madera del pasillo, la cabeza y el medio tronco estaban a disposición de quien quisiera asomarse para verla. La otra mitad del cuerpo de ella y el cuerpo entero de él estaban sobre la moqueta de la habitación”.

―Sigue, sigue.

―No escribí nada más. Esperé a que el autor añadiese a la escena algún movimiento de la pareja, como los típicos jadeos del momento, los gemidos habituales, miradas, etc. No me respondió. Quedamos en que yo daría un vistazo a los arreglos que él hiciera respecto de este capítulo. No dijo nada. Pensé que la escena no le gustó y me olvidé del asunto. A los seis meses recibí por correo un ejemplar de la novela. Debajo de la dedicatoria que el autor hizo en honor a una amiga suya, escribió a mano: “como el silencio”. Busqué rápidamente el capítulo de la escena de sexo. Cuál fue mi sorpresa al comprobar que describió el acto con idéntica sencillez. Dejó la escena más o menos como yo la escribí, que para un negro como yo es todo un halago. Cuando leí la novela varias veces pude comprobar que era la mejor escena de sexo que había leído jamás. Pero no por mérito mío. El mérito fue de él. Desgraciadamente yo sólo aporté aquella insignificante escena. Lo que hizo el escritor fue sencillamente magnífico. Una verdadera obra maestra alrededor de una escena sencilla. Escucha.

«Para dar más autenticidad y consecuencia a la escena de la habitación, que la pareja protagonista realiza en silencio absoluto, suprimió los diálogos del encuentro de la pareja en la calle; quitó los diálogos de la pareja en la mesa del restaurante, reduciéndolos al mínimo, a lo imprescindible. Escribió el silencio. Convirtió la relación de la pareja de espías en lo que son los espías: sigilosos, discretos, silenciosos. Fue el silencio lo que el autor supo “detectar” en la escena que yo le narré. Y ese silencio lo trasladó a la relación entre ambos. El silencio necesario para que el resto de huéspedes no los oyera y ellos pudieran seguir a lo suyo. El silencio, o sea, la discreción, es la mejor arma de un espía. Sobreviven gracias al silencio de ellos mismos. Cuando hacían el amor asomados al pasillo sentían que aquella forma de hacerlo era su "forma". Nadie del hotel sabría lo que estaban haciendo porque su trabajo es controlar la situación. Sus vidas dependen de ello. La costumbre de mostrarse despistados mientras están vigilantes les lleva a un sigilo y un control tal que pueden follar con la puerta de la habitación abierta con la seguridad de saber qué hace el resto de huéspedes de la planta, sin por ello perder el morbo del momento. Fue genial porque la situación es consecuente».

―Huau, Billy, me has dejado de piedra.

―Yo no habría sido capaz de escribir una novela así. El escritor tampoco habría introducido el detalle de la puerta abierta. Es el tesoro que todo autor busca. La espoleta de la bomba.


Deedo Parish