03 oct 11


Vemos un partido de fútbol con los amigos y en el descanso pasan un anuncio publicitario donde una chica en bragas se insinúa a un empleado de telefonía y, entonces, Gabe mira para otro lado. Soñamos con las cosas que haríamos si nos tocara la lotería y el desvarío nos lleva irremediablemente al exceso con mujeres de bandera y, en ese momento, Gabe quisiera que se lo tragase la tierra. La alegría le dura tan sólo unos segundos. Cualquier sueño en Gabe tiene un límite escaso que le impide fantasear más allá de las primeras imágenes.

Hemos eliminado del repertorio nuestro tema favorito “ojete prieto” porque a Gabe le trae malos recuerdos. Cuando entra por la puerta una chica buenorra el grupo de colegas nos callamos, y se nos ocurren muchas cosas que decir, pero no lo hacemos.  Voy a explicar por qué.


Hace un año Gabe recibe en su oficina una llamada de teléfono de una mujer asegurándole de que su esposa, la esposa de Gabe, mantenía desde hacía tiempo relaciones sexuales con Tom, un compañero de su oficina. «Se ven todos los viernes a la hora de la comida», le dijo, y «aquí lo sabe todo el mundo».

Después, colgó. Gabe no supo qué decir y aún le dio las gracias. Intentó quitarle importancia mirando afablemente a sus compañeros desde su mesa con el miedo metido en el cuerpo. Pensó como un tonto que si nadie se enteraba de la noticia acabaría por desaparecer, como suele ocurrir con esos objetos que al quitarlos de la vista se desintegran. Pero no. El intento era inútil, las palabras seguían rebotando en su cabeza por más deseos que Gabe tuviera de olvidarlas. Disimular consigo mismo tampoco resolvería el problema. La cosa había ocurrido y nada podía hacer, ya formaba parte de su vida. De su vida pública. Gabe miró el reloj «Se ven todos los viernes a la hora de la comida», recordó lo que dijo la señora que llamó. Eran las 14:15 horas del viernes, o sea, en ese preciso instante su esposa estaba…

Supo que sus compañeros, a los que no quitaba ojo de encima, conocerían de inmediato la noticia pues la telefonista solía pregonar que estaba autorizada por los jefes para escuchar cualquier conversación que entrase por centralita, cosa que hacía con sumo gusto, convencida de que su escaso sueldo le da derecho a entretenerse con la vida de los demás. Gabe se sintió ridículo. El trato de enfermo mental que sus compañeros le dispensaron a partir de ese día confirmó que la putada telefónica se expandió con igual rapidez que la fibra óptica transportó aquella voz de mujer desde la oficina de su esposa (o de donde fuera) hasta su propia mesa.

El asunto olía indudablemente a mujer cornuda. Estaba claro. Bien podía ser la mujer de Tom (el compañero amante), que le habría sorprendido a éste con unos calzoncillos manchados más de la cuenta; o quizá el mismo Tom se lo dijera a su novia, como suelen hacer algunas parejas con el ánimo de arruinar emocionalmente la vida del otro en el menor tiempo posible y con toda la mala leche a su alcance.  

Los que urdieron la putada (son más de uno o una, estoy convencidísimo, digan lo que digan mis colegas, y entre ellos habrá una compañera de trabajo de la mujer de Gabe, tiene toda la pinta) no consiguieron el objetivo deseado ya que el daño recayó únicamente sobre el bueno de Gabe. Y no lo consiguieron, sencillamente, porque Gabe no dijo nada a nadie. Se entiende, a nadie de su empresa, a nadie de la empresa de su mujer. Ni siquiera a su mujer.

«La quiero mucho y, además, yo no puedo vivir solo», consiguió explicarnos Gabe entre sollozos. Era el mismo viernes de la llamada telefónica, por la tarde, en un bar viendo un partido. No podía vivir solo. Y ya está. «Todo el mundo sufre una infidelidad tarde o temprano» decía Gabe. Encima la justificaba. Tierra trágame, ahora el que se quería evaporar era yo.

―Nadie se muere por vivir solo, Gabe –le dije.
―Yo, sí.


Me costó un tiempo asumir que yo era el amigo de alguien que duerme en la misma cama de la pareja que le está engañando a sabiendas de que le está engañando y, encima, no poder tocar este tema en su presencia porque le molesta. Imaginaba los movimientos de Gabe con su mujer en la habitación antes de acostarse. Pijama. Cepillado de dientes. ¿Cómo ha ido hoy, cariño? Yo, bien ¿y tú? Bien, mi amor. Buenas noches. Buenas noches.

¿Follarían? me preguntaba. ¿Uno se besa con la pareja cuando sabes que se lo hace con otro? Si no la besas sospechará de algo. Sospechará en el caso de que antes de lo sucedido la besaras, porque si no la besabas antes entonces no sospechará nada. Aunque si no la besabas no me extrañaría que se buscase otra boca que besar.

Es tan complicado lo de las parejas. Desde fuera parece sencillo, cuando alguien te explica un problema (gordo, gordo, como este) todo el mundo se pone a opinar. Todos saben lo que deberían hacer llegado el caso. Luego ocurre el caso y nos coge de sopetón. Las cosas de pareja siempre nos pillan de sorpresa. ¡Y mira que las pensamos veces! Malditos sentimientos que pueden con nosotros.


Deedo Parish