12 dic 11




El niño señala con el dedo el juguete que más le gusta, boquiabierto por los colores saltones y brillantes de la caja que envuelve el cochecito. Masculla no se sabe muy bien qué, manteniendo el dedo bien dirigido hacia el coche. Es un coche que sale en alguna película de Pixar, creo. Me suena el coche. Es muy chulo, de color rojo irresistible y aspecto simpático. Es así como rechoncho, regordito. Viene con dos torres y un puente que imita la salida en las carreras de coches; tiene también una pequeña estación de repostaje y algo parecido a un túnel de lavado. Cuesta unos cien dólares.

El niño está pasmado con el coche. Lleva media hora con el brazo levantado, señalando el tesoro. Es muy listo, pone carita de tierno mientras sonríe a la madre con una expresión que intenta convencerla. A mí, al menos, me convence. No conozco al niño pero aseguro que aquella es su mejor sonrisa. Me viene a la memoria el gato protagonista de una película de animación  ―cuya voz interpretó Antonio Banderas en el inglés original―, donde cada vez que el gatito malicioso necesitaba salirse con la suya, agrandaba los ojos, sacaba los labios en morritos y movía la cabeza inocentemente a un lado: los humanos no se resistían a la ternura. Bien, pues el niño hace lo mismo para sonsacarle a mamá. Sólo que mamá no está por la tarea de creerse la artimaña sensiblera y tira del brazo del chico para seguir avanzando en el espacio de la tienda.  

La madre coge al niño con los dos brazos, necesita toda su fuerza si quiere despegarlo de allí, y al quedar frente a mí es cuando la reconozco. Conozco a la madre. Es la exmujer de un cliente de la empresa. Estoy totalmente seguro. La atendimos durante varios días en las visitas que ella y su exmarido nos hicieron en la asesoría. No puedo equivocarme. Nos miramos durante unos segundos; se acuerda de mí. No dice nada.

Su hijo, de unos cuatro o cinco años, sigue con su dedo de Colón dirigido al coche y comienza a hacerse fuerte en el sitio, me hace pensar que a mamá le va a costar arrancarlo de allí sin juguete. El chaval suelta el sonsonete gruñón que precede al lloriqueo y, efectivamente, comienza la serenata. Me alejo del espacio próximo a ellos, no hay nada que me haga salir por patas tan rápido como un niño que berrea. 



Ir a comprar los dichosos regalos se hace más cuesta arriba cada año. Y, si encima, no tienes ni la más pajolera idea de qué comprar, el bochorno empieza el mismo día que encienden las lucecitas de la navidad. Qué compro y a quién. Es un dilema. Regalar es un acto social difícil. Fuera de los más allegados ―aquellos regalos que compras todos juntos el mismo día y en los mismos almacenes―, para el resto de amistades es un engorro importante ¿Le gustará? ¿Lo encontrará muy barato? ¿Se notará mucho que lo he elegido a toda prisa? ¿Se notará mucho que mientras lo elegía me sudaba la polla todo?

El hijo de Albert y Monique (vecinos de mi comunidad) se llama Biffi, de una edad similar al niño que acabo de ver, sólo que Biffi tiene la cualidad de ser el monstruo más repelente que camina a dos patas. El nombre le va que ni pintado. Ha estado enfermo unas semanas, y aunque personalmente no lo he tratado largo tiempo, ahora me encuentro obligado a hacerle la visita navideña con el obligado regalito. Y todo porque el padre me ha integrado en su familia a base de darme la brasa continuamente con el coño de niño: que si las fotografías patinando en Central Park, que si el video de Orlando, ahora la fiebre, luego los dientes.


Me toca el turno en la tienda. Digo que el chiquillo tiene unos cinco o seis años y me llevan al mismo lugar donde encontré a la mamá que conocía. Entre el surtido de juguetes veo el cochecito rojo de antes. Destaca por encima del resto. Siento una atracción especial por el mismo juguete del niño llorón. Hay algo de macabro en comprar el coche que no pudo conseguir el chaval. Lloró por él. Aún lo veo señalando con el dedo la caja. Al mismo tiempo, adquiriéndolo, satisfago el deseo del niño: poseerlo. Y me lo llevo. Es el más bonito de todos, el niño tuvo buen gusto ¿qué pasa?


Hacía frío en la calle, ese frío que place de soportar porque refresca la cara y el alma. Me sentía contento con mi gran bolsa de la mano, presumiendo ante la gente de un hijo imaginario al que iba a hacer inmensamente feliz con aquel paquete.

Hijos. Pobre de mí. ¿Cuántas cosas he de arreglar en mi vida antes de tener un hijo? Tan pequeñitos y sensibles, tan indefensos y tan necesitados siempre de cosas. No sé yo si sería capaz de… con mi mala cabeza. Incapaz de ahorrar nunca nada. Todo lo gasto. Miro a las mujeres como animales follables, y una madre es más que eso. Es mucho más. Es todo lo demás.

Me doy cuenta de que he comprado el coche para mí. Para el hijo que nunca tendré. Los sentimientos me han manipulado. Otra vez. Una situación fortuita, un simple encuentro con una desconocida desentierra lo más hondo. Toco la caja de nuevo, de un suave tacto satinado que incita a abrirla para que surja la magia. Dan ganas de comerse el cochecito. Se me pasó el hambre cuando imaginé al sapo de Biffi, el hijo de los vecinos, abriendo el paquete.

-¡Embargo! –dije en voz alta- ¡al final los embargaron! Sí. De pronto recordé el expediente abierto por el Estado de Nueva York contra el matrimonio Benson ―la mujer que acababa de ver en la tienda y su marido―, asunto que más tarde les provocaría el divorcio. Y por lo visto, el niño se quedó con la madre.


Averigüé el nuevo domicilio y le hice llegar el regalo. Como remitente puse “El Rey Gaspar”. En Estados Unidos los niños reciben los regalos en Navidad, no acaban de creerse a los reyes magos. Yo tampoco. Fue una manera de hacerle ver a la señora Benson la procedencia “hispana” del envío.

No volveré a verle nunca más. Quiero imaginar que, en la tienda, su dedito era a mí a quien señalaba.


Deedo Parish