19 dic 11


La cena de la empresa por Navidad pinta siempre igual: buenas maneras al comienzo, enseguida la difamación, después las burlas sexuales y, a partir de ahí, el comadreo. Vestidos de noche, perfumes de noche, miradas de noche. El encuentro parece prometer al principio, luego nada. 

La ilusión de la cena se desvanece pronto, como un enamoramiento roto antes del flechazo. Euforia de corta vida: semanas de menús y vinos, de zapatos y blusas, de peinados y bronceados, se vienen abajo antes de los postres. Hasta el tono de la voz les baja. El ambiente de la oficina acaba por instalarse. Se acuerdan de repente que quien manda allí es la empresa y el miedo se hace con ellos. Por la experiencia de otros años saben que las bromas y las verdades confesas bajo el manto de una fiesta resucitarán más tarde en los despachos, con venganza incorporada. Con malicia. Los jefes insisten en “esta noche todo vale”, es mentira, toman buena nota de todo lo que ocurre y los reproches no tardan en llegar.  


Ocupo mi asiento en la mesa del restaurante junto a Sam y contemplamos el panorama de todas las navidades. De haber algún nuevo compañero, por invisible que parezca, monopoliza las hablillas y deseos durante la cena, en una especie de adulterio empresarial. Los que llevan más de un año en la oficina ya tuvieron su cena de gloria, ahora entregan el relevo a los recién llegados, que se sienten agasajados de atenciones y miradas que sólo durarán hasta el bajón del alcohol de la cena; como más tardar, alguno mantendrá el acoso hasta la discoteca para derrumbarse a mitad de una canción y regresar a los chismes con el grupo de compañeros. Como siempre ha sido. La más guapa será puesta a parir, el más guapo, también. Acabarán ganando los feos porque son más. Los feos siempre son más, como los tontos y los cobardes, como los mentirosos y los pelotas. Son regimiento. Da asco la empresa. Todas las empresas dan asco. Cantas en la ducha por el gozo de un día más de sol y llegas a la empresa para que se te caigan los colgajos al suelo. Todos los holas y todos los adioses son falsos. Cuanto más cuentistas son, más insisten en guardar el protocolo. Saludan y preguntan boberías a cada rato. ¿No les da vergüenza? Pero si todo el mundo los conoce. Es repugnante.

Annie es nueva. Su belleza no pega en la oficina. Las compañeras no la han aceptado. No creo que dure mucho tiempo entre nosotros, antes del verano ya se habrá ido, seguro. Ellos la acosaron las primeras semanas, ahora ya no, se sienten intimidados ante la clase de la nueva fémina. Les suele ocurrir a los hombres, la llamarada permanece encendida a lo largo de cuatro semanas, después, rechazados ante la hembra, vuelven a su taberna de piratas malheridos a darse codazos entre sí mientras se consuelan al coro de “zorras, zorras”. A partir de ahí, y como no hay nada que rascar, el trato se hace obligadamente respetuoso, educado. Todo mentira. ¿A quién quieren engañar?


En la discoteca hay una pequeña orquesta que toca un bolero. El cantante tiene buena planta. La guapa de Annie se fija en él, todas lo hacen. Al acabar la actuación él se acerca a la barra donde estamos. Se fija en Annie. La verdad es que Annie es para fijarse en ella, le dé la luz que le dé. Se sostienen la mirada más allá de lo generalmente aceptado. Annie no va hacia él por miedo a las compañeras de empresa. El cantante de boleros nota la comprometida situación de ella y se planta en su esquina. Tierra de nadie, lugar común de los guapos. Pienso cuántas veces se habrán visto inmersos en situación similar, marginados por su belleza. No por su inutilidad, no, no, ni tampoco por el idioma: por su belleza. De ahí que los guapos formen sectas entre sí, al menos no tienen fealdad que reprocharse.

Se repite lo del año anterior y lo del otro: acaban divirtiéndose los peor vestidos, los menos populares y los que no esperan el milagro en la gran noche.

Hablo con Annie, no sé de qué, ella está conmigo por no sentirse sola, ya lo sé, no me presta la menor atención. Bien que hace. Con certeza, yo no podría quitarle una chica como Annie al tipo de los boleros ni aunque fuera ciega. Decido intervenir. El ambiente de la discoteca, con los jefes de la compañía dando vueltas por ahí, me resulta inaguantable. No puedo fingir más. Me voy. Pero antes de irme le quitaré a los compañeros de empresa el placer que les supone disfrutar del vacío que hacen todos a Annie. Me acerco a la esquina de la barra y les pregunto a los chicos de la orquesta si conocen algún local cercano que esté bien. La pregunta la hago mirando al cantante. Se le encienden los ojos.


―Nos vamos, Annie.
―¿Dónde?
―Al Blue Note –le digo con desgana.
―¿Cómo es? –me pregunta.
―Un rollazo de jazz insoportable.
―¿Jazz? ¡Great! –grita Annie, loca de contenta.
―Sí, ya, ¿conocías el jazz antes?


Me tocará hacer el papel de celestino hijoputa, uno de mis favoritos. Me coge de la mano y pierde su mirada por las calles de Manhattan a través de la ventanilla del taxi. La noche es preciosa, como ella. Cantante de los cojones.

―”Por donde quiera que tú vayas” –le digo a ella en español.
―¿Qué?
―El bolero decía “whereever you go”.
―¿Ah, sí? –y vuelve a perder los ojos en el vacío de la calle, pero esta vez con una pícara sonrisa de ansioso deseo. Me aprieta la mano en señal de agradecimiento. Veo a los dos en la habitación, él le quita el cinturón a ella apoyándola contra la pared, no llegan ni a la cama. Se me hace una pelota en el estómago. Cantante de los cojones.

Quizá encuentre una chica en el Blue Note a quien poder cantarle «Earth angel, will you be mine», y olvidarme así del apretón de mano de Annie. Aunque, mirándola, he de reconocer que todo ejemplar de hermosas alas debe volar hacia altos parajes, y no dormitar entre las hienas y los cuervos de la planicie.


Deedo Parish